viernes, 23 de diciembre de 2016

Que viva el chequialibre!

Que viva el chequialibre!
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Botellas de ron.
El Gobierno de Cuba está dispuesto a saldar la deuda que mantiene con la República Checa. Es una buena noticia, porque desde 1989 los checos han sido firmes aliados del exilio cubano y no merecen ser estafados por el régimen que detenta el poder en la Isla. Las autoridades de La Habana, que anunciaron la decisión la semana pasada, reconocen que se trata de un adeudo de 276 millones de dólares, contraído en la época de la Guerra Fría. Por entonces Checoslovaquia formaba parte de "los hermanos países socialistas", o sea, de los paganos europeos que financiaban con más o menos largueza al sistema castrista. Pero como Cuba anda escasa de liquidez, ha ofrecido pagar lo que debe no en dólares contantes y sonantes, sino con botellas de ron.

A precio corriente de supermercado (suponiendo que les manden un alcohol medianamente potable, como el Havana Club), eso representaría unos 25 millones de botellas de un litro. Según las tasas actuales de consumo de alcohol en Chequia y habida cuenta del crecimiento demográfico previsto, la remesa cubriría durante algo más de un siglo las necesidades etílicas del país y sus visitantes.
Los checos no parecen muy entusiasmados con el trueque. Tienen la descabellada pretensión de recuperar el dinero que prestaron, actitud que a los cubanos les sienta fatal. Porque, después de todo, mientras Cuba resistía a las agresiones del imperialismo estadounidense en el Caribe, África, el Oriente Medio y Latinoamérica, los checos estaban muy cómodos en el centro de Europa, protegidos de los estragos del capitalismo por los humanitarios soldados del Pacto de Varsovia. Así que, según el Gobierno de Cuba, era un acto de elemental justicia que los "países hermanos" y, sobre todo, el hermano mayor soviético, financiaran con dinero, armas y mercancías al primer territorio libre de América.
El endeudamiento crónico que generó esa estrategia fue el resultado más notorio de la invención del "socialismo dependiente", único aporte real de la ideología castrista a las ciencias políticas en el siglo XX. Cuba despachaba guerrillas a Suramérica, ejércitos al África subsahariana, policías a Vietnam y espías a todas partes, amén del azúcar y el níquel que exportaba a precios "solidarios"; el bloque socialista, supuesto beneficiario colateral de esa labor, mandaba a La Habana, entre otros, latas de carne rusa, patatas búlgaras congeladas, uniformes para presos, barredoras de nieve, autobuses, petróleo y mucho, mucho armamento. Los economistas que han examinado el asunto calculan que hacia el decenio de 1980 el trueque representaba para Cuba un subsidio anual de 5.000 millones de dólares, algo así como la cuarta parte del PIB.
Esa situación potenció uno de los atributos más seductores del régimen a los ojos de la izquierda europea y estadounidense. La revolución y su máximo líder parecían escapar a las restricciones corrientes y molientes de la economía, esa que Carlyle llamó "la ciencia lúgubre". No tenían que ocuparse de tareas prosaicas como equilibrar el presupuesto, controlar el déficit o manipular la masa monetaria. Podían consagrarse en cuerpo y alma a luchar contra el imperialismo y construir el paraíso socialista, que garantizaría la justicia y la prosperidad a todos los cubanos. Los subsidios soviéticos permitían financiar la vitrina propagandística que conformaban el sistema educativo, la sanidad pública y el enorme gasto del sector deportivo. Y hasta alcanzaban para pagar algunos caprichos del Máximo Líder, como el centro de recreo privado de Cayo Piedra, las residencias donde alojaba a sus invitados, sus partidas de caza y de pesca y sus divertidos experimentos de genética.
Tras la desaparición del imperio soviético, la mayoría de los gobiernos renunciaron a la idea de que Cuba saldara sus deudas y aceptaron renegociarlas, lo que en la práctica ha equivalido a una quita en perjuicio de los acreedores —no siempre oficiales— y un balón de oxígeno para las finanzas de la Isla. Al parecer, ese beneficio contribuyó tanto a incrementar la producción de ron, que ahora las autoridades cubanas pretenden usarlo como moneda de trueque para restaurar la fe en su solvencia internacional.
A fin de cuentas, el ron siempre ha sido uno de los artículos más cotizados del Caribe. Los que un economista venezolano llamó "países productores de postre", en referencia al azúcar, el ron, el tabaco y el café, han destilado durante siglos un licor excelente, que ha hecho las delicias de medio mundo. Si los negociadores checos conocieran mejor la historia de Cuba, podrían imaginar el provecho extraíble de esos 25 millones de botellas.
Por ejemplo, hasta finales del siglo XIX el ron fue una bebida grosera, más asociada a esclavos, tabernas y marineros de la Royal Navy que a los delicados paladares de la aristocracia. Pero en 1898 Estados Unidos declaró la guerra a España y mandó a Cuba un cuerpo expedicionario que inclinó la contienda en favor de los separatistas. Según el folclor criollo, cubanos y norteamericanos, soldados y oficiales, celebraron la victoria durante muchos días con sus noches en los bares de la capital. Para rebajar la aspereza del licor nacional, los estadounidenses adquirieron la costumbre de mezclarlo con un refresco inventado unos años antes en Atlanta por un boticario de apellido Pemberton y que inicialmente se había llamado French Wine Coca, pero que por entonces ya se denominaba Coca Cola. A los coros de "¡Viva Cuba Libre!" que acompañaron a ese sacrilegio etílico, se debe el nombre que adquirió el cóctel, el cubalibre, también llamado en Suramérica roncola, en España cubata y en Miami, mentirita.
Los checos de 2017 podrían lograr adrede lo mismo que, por casualidad, obtuvieron cubanos y estadounidenses en el jolgorio independentista de 1898: inventar un trago autóctono, para acompañar a la excelente cerveza Pilsen que ya fabrican. Bastaría, digamos, con mezclar el ron habanero y un refresco de producción nacional, por ejemplo la Materva o el Seven Up, y crear el chequialibre. Del lobo, un pelo. Porque, de cualquier modo, esos 276 millones de billetes verdes que el castrismo les debe no los volverán a ver ni en los centros espiritistas. ¡Prosit!

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